Repentinamente, un caño que asomaba del tanque de agua de mi casa, comenzó a perder y, en menos de una tarde, el techo de mi casa lloraba lágrimas de gotera.
De muy chico, solía soñar con la hormiga atómica y, cuando terminaba de escuchar su lema de batalla (ese que decía: ¡¡¡contra el mal, la hormiga atómica!!!!!) y podía percibir oníricamente esa estela de chispitas que dejaba al partir con prisa, despertaba completamente meado. Freud, en su Interpretación de los sueños, sostenía que solamente después de una ardua tarea, penosa y atenta, podríamos lograr establecer la relación entre el material que compone un sueño y su relación con la vida despierta. De más está decir que a los dos años yo desconocía por completo al señor de la idea fija y mandíbula en descomposición, por lo que no lo entendía más que como el resultado de una mala noche.
De adolecente tomé por años clases de natación. Otitis, pie de atleta, resfríos. Todo por nada. Ni siquiera una bella instructora para observar. O alguna compañerita que me diera bolilla. Nada. Agua fría. Cuando veo las fotos de aquella época, entiendo por qué, pero no viene al caso. Lo cierto es que, desde entonces, no he vuelto a introducir mi cuerpo en una pileta.
En aquel tiempo no lo sabía y no fue hasta adulto que entendí las palabras del señor Sigmund y el centro de la cuestión se materializó con intensidad: odio el agua. En todas sus manifestaciones. No soy de los que disfrutan, por ejemplo, el tomarse una extensísima ducha. Para mí el baño es un trámite a cumplir una vez por día. A lo sumo dos, si los calores del verano así lo exigen. Pero nunca fuera de su carácter burocrático, de deber, equivalente a los horarios de trabajo o al pago de impuestos.
Si algo nos ha enseñado la historia, es que el agua nunca es inocente.
Recordemos al brillante poeta Li- Po, quien, en completo estado de ebriedad, pretendió abrazar desde su barca el reflejo desnudo de la luna sobre el río, hundiéndose para siempre en las aguas del Yangzi. De la muerte del poeta se aprende que el agua no sólo tiene el desagradable mérito de ser el solvente universal, sino que también suele ser una amante dominada por los celos y, como tal, no es de confiar.
Si hay algo más intenso que los celos del agua es su vanidad. Quizá por ello se esforzó para que el hundimiento del Titanic tomase proporciones de verdadera tragedia: para con ello lograr ubicarse en la historia. Del mismo modo, no tuvo reparos en invadir el cuerpo lleno de piedras de Virginia Woolf o los últimos momentos de vida de Alfonsina Storni.
Repito, tras ese disfraz de transparencia y claridad, se esconde el más oscuro y retorcido de los elementos naturales. Que la simpleza de su molécula no nos engañe. Dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno son más que la suma de sus partes. Son tragedia.
Léase entonces mi proclama:
¡Oh, agua gloriosa, inmaculado manantial de vida, fuente de salud y minerales, puedes irte con toda tu humedad a la reputísima madre que te remil parió!
De toda la gente abominable que tengo el gusto de conocer, creo yo, Acuaman sigue siendo el más degenerado…